Ah, las elecciones en Estados Unidos, ese gran espectáculo democrático que ocurre cada cuatro años y que parece menos una votación y más un concurso de popularidad mezclado con un show de talentos. Estamos en 2024, y el país se encuentra, una vez más, al borde del caos controlado, mientras millones de estadounidenses eligen a la persona que más promete hacer todo mejor… aunque probablemente termine haciendo poco más que agitar el avispero.
Por un lado, tenemos a Kamala Harris, quien, tras ser vicepresidenta, ha logrado la nominación demócrata. Ella promete construir un «futuro brillante y equitativo» para todos, una frase que suena tan alentadora como vaga. Harris ha prometido reformas ambiciosas en salud, economía, y derechos civiles, pero su tono optimista a veces parece una lista de compras que olvidará en el fondo del carrito cuando salga del supermercado de la política. Porque, claro, es fácil decir que se va a «reformar el sistema», pero otro asunto es lidiar con el Congreso, las corporaciones y el gran reto de una población dividida entre quienes creen en ella y quienes la ven como una amenaza existencial.
Del otro lado, el regreso estelar del ex-presidente Donald Trump, quien ha convencido a su base de que necesita una segunda oportunidad para «Hacer a América Genial de Nuevo» otra vez… otra vez. Este candidato, de cabello inamovible y retórica imparable, regresa al ruedo con promesas de recuperar el orgullo nacional, reactivar una economía «arrasada por políticas progresistas» y poner «orden» en una nación que, según él, está en una pendiente peligrosa hacia la anarquía. Para muchos, Trump representa un cambio real y necesario; para otros, un regreso a la época más caótica de la política reciente, cuando cada tuit podía ser el detonador de una crisis nacional.
Mientras estos dos candidatos recorren el país en busca de votos, el sistema electoral estadounidense también está haciendo su magia. Ah, el sistema de votación de Estados Unidos: ese laberinto de reglas que cada estado parece interpretar a su antojo. Desde el vetusto colegio electoral, que permite que alguien gane con menos votos que su oponente, hasta la complicada tecnología de máquinas de escaneo óptico y las máquinas DRE (Dispositivos de Registro Directo Electrónico) que, como todo lo tecnológico, prometen eficiencia, pero nunca están exentas de problemas técnicos. Y si no nos crees, pregúntale a los votantes de Florida que cada ciclo ven a los técnicos correr desesperados para que «los chismes de las máquinas no fallen justo hoy».
Los estados «bisagra» están en el centro de la contienda una vez más. Ah, Pensilvania y Carolina del Norte, esos territorios de nadie donde ambos candidatos prometen todo y más para ganarse la simpatía de la gente. Y aquí es donde la creatividad de los candidatos y sus equipos de marketing alcanza su punto álgido. Desde promesas de empleos infinitos y educación gratuita hasta la creación de programas sociales con fondos misteriosos, cada lado intenta superar al otro en una orgía de promesas que, siendo realistas, solo verán la luz en caso de algún milagro administrativo.
Pero el escenario no estaría completo sin el tercer jugador omnipresente: las teorías conspirativas y la desinformación, que se propagan más rápido que los anuncios de campaña. Hoy en día, es casi imposible saber si lo que leemos es real, una exageración o un simple producto de la mente imaginativa de algún internauta con demasiado tiempo libre. Desde cuestionamientos sobre la ciudadanía de Harris y rumores de «votantes fantasmas», hasta teorías sobre una supuesta «red secreta de control de votos» manejada por oscuros villanos de traje y corbata, cada lado tiene sus historias para justificar una posible derrota. Porque, claro, en esta era, nadie pierde una elección, sino que es «víctima de una conspiración». ¡Qué conveniente!
Las redes sociales también están al rojo vivo. Twitter, Facebook e Instagram parecen campos de batalla donde los seguidores de cada candidato intercambian memes, insultos y teorías que podrían hacer sonrojar a un guionista de ciencia ficción. Los memes se han convertido en la herramienta de comunicación política por excelencia, y si no has visto aún la avalancha de imágenes satíricas comparando a Harris con alguna figura heroica o retratando a Trump como un salvador antiestablishment, probablemente has estado desconectado. Y mientras tanto, los moderadores de estas plataformas intentan, con poco éxito, frenar la marea de desinformación, troleos y teorías de la conspiración.
Ah, y no nos olvidemos de los medios de comunicación tradicionales, que no pierden oportunidad para amplificar cada escándalo, cada metida de pata y cada frase fuera de contexto, porque al final, nada vende más que la controversia. Los noticieros en televisión y los periódicos parecen estar atrapados en un ciclo eterno de cobertura frenética, donde se crean narrativas tan rápido como se destruyen. Un desliz en un debate se convierte en un titular, un comentario en un acto de campaña se interpreta como un gran análisis de política exterior, y la constante lucha por ser los primeros en anunciar una noticia lleva a que cada declaración, por insignificante que sea, se repita hasta el cansancio.
Y, al final, gane quien gane, una cosa es segura: la mitad del país estará convencida de que el apocalipsis está a la vuelta de la esquina, mientras la otra mitad se sentirá triunfante y llena de esperanza… hasta que la realidad les recuerde que el sistema político de Estados Unidos no se cambia de un plumazo, ni con un cambio de presidente. Al final del día, la burocracia sigue siendo una constante, los intereses económicos no se esfuman, y el peso de las decisiones políticas sigue recayendo sobre un sistema que, a pesar de todos sus fallos y parches, sigue avanzando.
Así que, en resumen, las elecciones de 2024 están en marcha, y lo único que podemos predecir con certeza es que el drama no va a terminar aquí.